Era una noche cálida de verano, y el jueves 28 de diciembre de 2023 transcurría sin sobresaltos. Pero a medida que las agujas del reloj avanzaban hacia las 23 horas, los cielos comenzaron a transformarse. Una oscuridad ominosa cubrió la ciudad, y el aire, denso e inquietante, anunciaba lo que estaba por venir. Lo que comenzó como una brisa se convirtió rápidamente en una fuerza imparable: ráfagas de viento de hasta 150 kilómetros por hora azotaron la región, desatando una tormenta que quedó grabada como la más destructiva de la historia local.
En cuestión de minutos, la ciudad se transformó en una postal de caos. Techos arrancados de cuajo volaban como si fueran hojas de papel. Los árboles, esos gigantes centenarios que habían resistido tormentas y el paso del tiempo, sucumbieron ante la furia del viento. Más de 3,000 especies arbóreas fueron dañadas o arrancadas de raíz, dejando un paisaje desnudo y desolado.
Las imágenes eran impactantes: casas particulares con sus estructuras despedazadas, comercios con carteles hechos añicos, clubes deportivos reducidos a escombros. Las calles se llenaron de escombros y ramas, mientras que las luces se apagaban dejando a la ciudad en una penumbra escalofriante. El rugir del viento era acompañado por el estrépito de techos colapsando, cristales rompiéndose y la desesperación de los vecinos que buscaban refugio porque habian decidido despedir el año al aire libre.
“Fue como si el cielo se abriera y desatara toda su ira sobre nosotros. Nunca habíamos vivido algo así”, recuerda Marta, una vecina de uno de los barrios más afectados. “Cuando salimos esa noche, estaba todo oscuro, era como si la ciudad hubiera sido bombardeada. Los árboles que habíamos visto crecer durante décadas estaban en el suelo, las calles irreconocibles” recordaban distintos ceresinos a Maxima FM que relevaba imagenes del desastre cuando amaneció.
La tormenta no discriminó. Familias enteras sufrieron aquella noche, los comerciantes lamentaban las pérdidas de las estructuras publicitarias. Los clubes, centros de reunión y actividad social, quedaron destrozados, dejando a la comunidad formando cuadrillas con motosierras para poder reacondicionarlos. Afortunadamente, no se lamentaron víctimas fatales, pero las heridas emocionales y materiales tardarán mucho en sanar.
En los días siguientes, mientras las cuadrillas trabajaban incansablemente para despejar las calles y restablecer los servicios básicos, la solidaridad de los vecinos comenzó a brillar. Aquella postal de devastación se transformó lentamente en un testimonio de resiliencia. Se organizaron campañas para ayudar a los damnificados, y la comunidad se unió para reconstruir lo perdido.
Hoy, a un año de aquel fatídico 28 de diciembre, la ciudad recuerda. Los árboles nuevos comienzan a echar sus raíces, los techos han sido reparados y los comercios recuperaron su esplendor. Sin embargo, las cicatrices de aquella noche permanecen, recordándonos la fragilidad de nuestro entorno y la fuerza de la naturaleza. También nos dejan una lección imborrable: en medio de la tormenta, la unidad y el espíritu de comunidad pueden ser más fuertes que cualquier ráfaga de viento.
Algunas cosas han cambiado desde aquella noche. Los árboles tan inmensos ya no son la especie elegida para forestar. Los tapiales ya no son de canto, y se construyen distinto. Las antenas ya no son tan elevadas como antes del temporal. Las costumbres tambien cambian, y los alertas meteorológicos no son ignorados. La tormenta de viento provocó eso.
Martin Farias